Pensamientos breves (o no) de un europeo

miércoles, 2 de enero de 2013

Montoncitos


Hace poco descubrí en mi casa un fenómeno singular. Aquí y allá, como champiñones, han brotado montoncitos de cosas.

En realidad llevan mucho tiempo conmigo, pero jamás había reparado en ellos. Son acumulaciones más o menos ordenadas de objetos diversos. Tienden a ser piramidales, y conceden a mi casa una apariencia de orden bastante convincente. Gracias a ellos los visitantes me consideran un hombre ordenado e incluso llegué a ser tachado de obseso del orden por una mujer con la que compartí lecho durante una temporada.

La acusación de esta gentil dama, aunque leve, me confirma dos ideas. La primera, que a veces los juicios ajenos sobre nuestra persona retratan más a quien los emite que a nosotros mismos. Sin ser caótica, era desordenada para los estándares femeninos: dejaba la ropa en el suelo, las botellas de leche abiertas y me lanzaba burlas crueles cuando me veía doblar un jersey.

La segunda idea: no hay que hacer mucho caso de lo que piensan los demás sobre nosotros, porque a menudo se equivocan. El diagnóstico de aquella hermosa desordenada era gravemente erróneo: estos articulados montoncitos de cosas, lejos de ser muestras de orden, son tremendos monumentos al desorden. No reflejan un desorden formal; los montoncitos materializan un caos vital mucho más hondo y grave.

Esta idea se entenderá mejor si describo alguna de estas peculiares formaciones de geología casera.

Por ejemplo: deseoso de elevar mi alma con las imágenes e ideas de almas mejores que la mía, al calor de las últimas luces del verano concebí el propósito de cursar un máster de literatura por la UNED. Era una buena idea. Pagué, visité a profesores y funcionarios, adquirí el material pertinente y me sentí colmado durante unas semanas. En octubre logré abrir uno de esos costosísimos tomos, e incluso subrayé a conciencia varias páginas de la introducción. El resto de volúmenes jamás han sido abiertos y todavía huelen a imprenta; se mantienen intocados como vírgenes de papel. Hoy todos ellos se apilan inertes en un rincón de mi mesa de trabajo. Eso sí, ordenados por tamaño. Este es un primer montoncito.

En verano me juramenté revisar unos cuentos de mocedad para una eventual publicación. Haciendo un esfuerzo hercúleo conseguí clasificarlos a principios de septiembre. Fue una labor agotadora: hoy los legajos se amontonan perfectamente clasificados y sin una sola tachadura en el otro extremo de mi escritorio. Es otro montoncito. Quizá esos cuentos deban permanecer así para siempre.

Junto al escritorio, en la estantería, duermen un sueño ininterrumpido un inmenso bloc de dibujo, un neceser de Iberia con lápices, gomas, gamuzas y carboncillos, un plumín con seis puntas de grosor diverso y dos botes de tinta. Compré el bloc a finales del siglo pasado. De sus cien páginas, habré utilizado cinco o seis, no recuerdo cuándo. Una capa finísima de polvillo uniforme, casi imperceptible, da al conjunto unidad y solemnidad de túmulo.

Los montones se atreven incluso a invadir la intimidad de mi alcoba. Junto a mi cama, desbordando la mesilla de noche, se apila un pandemónium de libros. Novela, poesía, teatro. En español, inglés y francés. De cada libro emergen, como boyas que marcan el punto donde dejé anclada la navegación de la lectura, marcapáginas de variado pelaje: un billete de tren al aeropuerto de Bruselas, un naipe de baraja española, un número de teléfono ignoto en un pedazo de papel… Muchas noches me ha sorprendido el sueño tratando de escoger lectura para la noche.

Es interesante observar el proceso de formación de los montoncitos: estas piras multiformes surgen de un modo original. Por lo general nacen de un impulso noble, un propósito decidido de comenzar una nueva actividad, una nueva lectura, un quehacer novedoso que, de una vez por todas, valga la pena. Ese es el comienzo, la base. Al poco de tomar la prometedora decisión, llegan los titubeos, las perecillas, los posponeres. Uno desea hacer grandes cosas, sí, pero enseguida se ve sobrepasado por una turbamulta de pequeñeces insidiosas que terminan por desinflar el ánimo inicial. El propósito noble original queda maniatado por minúsculas servidumbres, como Gulliver en las playas de Liliput. Se sienta uno a estudiar con detalle el catálogo de las naves de la Ilíada (canto segundo), por ejemplo, y de pronto se encuentra rodeado por un enjambre de moscas veraniegas en el bullicio de un chiringuito de playa. Y no es plan.

Entonces el montón de cosas comienza a crecer, imparable, a medida que el vigor de la acometida inicial pierde fuelle. La base (ese libro, documento o cuaderno) degenera y se convierte en un objeto estático sobre el que, sin percibirlo, como capas de sedimentos diversos, se van superponiendo un galimatías de cosas diversas (más papeles, más documentos, más cuadernos). Esos añadidos, al poco de aparecer, participan de la inmovilidad de la base y la sepultan. Cada vez se hace más difícil acceder al origen irresuelto del montón. Así el montón crece inexorable y, como un virus, como una plaga, necesita expandirse e invadir un espacio mayor.

De este modo los fracasos se petrifican por las esquinas de mi casa. A veces paseo la vista confuso por esas colecciones de ruinas, esas estampas de derrotas, y me digo: ¡pues desmóntalos, caray! Qué apropiado, desmontar un montón. Acabar por lo sano con esa nociva acumulación de elementos inútiles.

Pero no puede ser: no sólo es una tarea de titanes, sino que además cada montón debe permanecer donde está. Eliminar uno de ellos equivaldría a reconocer un fracaso. El vacío que dejaría el montón sería más lacerante que la presencia del mismo. Mientras el montón persista en la mesa, en la estantería, en la mesilla de noche, queda la esperanza de que el soplido poderoso de un nuevo accidente de audacia reviva los rescoldos de la decisión primigenia. De pronto, la pulsión de la novedad podría latir de nuevo en el rincón aquél del montoncito. Aunque sólo sea por unos instantes. En otras palabras, un montón de objetos inútiles es una puerta que puede abrirse a un mundo mejor. Posiblemente jamás cruce esa puerta, pero necesito saber que está ahí, qué existe como posibilidad.

No se me escapa que esos montoncillos de apariencia engañosamente inocente me acusan gravemente con su silencio. Puedo tratar de ignorarlos por un tiempo, pero ellos son más constantes que yo: siempre están ahí, señalándome con el dedo. Me dicen: eres blando, inconstante, débil. Dentro de mí, un super-yo se rebela: esto debe acabar.

He concebido una idea radical y elevada: voy a coger todos esos montones, los apilaré furiosamente en el patio y les prenderé fuego. Sacrificaré para siempre esta tendencia enfermiza mía a convivir con mis fracasos en una colosal pira de fuego purificador que se elevará alto en el cielo de París.

Ya he puesto los medios para que dé comienzo una nueva era. Por lo pronto ya he dejado las cerillas en un hueco libre de la mesa. He inaugurado un nuevo montoncito prometedor…