Pensamientos breves (o no) de un europeo

lunes, 11 de noviembre de 2013

Picar piedra

Por decirlo en corto, Martín era un capullo. Si abrís un diccionario ilustrado y buscáis "tipejo", encontraréis su foto. De este modo me evito tener que describirlo. Acudid al diccionario y ahorraremos palabras.

Hace no mucho Martín decidió ir a Lavapiés para mesar al personal los promontorios nasales. Para ello tenía estrategias diversas. Por lo general su treta era parar a un desconocido y espetarle, sin otros miramientos, lindezas como:

- Oiga, ¿podría ayudarme? Es para una encuesta del CIS. Ordene por favor los siguientes elementos según la importancia que tienen en su vida: su ropa interior, el equipo de rescate de montaña de la guardia civil y la capacidad para recordar los nombres de la gente.

Otras veces se dedicaba a dar mensajes misteriosos a desconocidos. Se acercaba serpenteando a un hombre de mediana edad, por ejemplo, y le decía en tono de confidencia:

- No mires para atrás, pero los de la ECA te han descubierto y te lleva siguiendo toda la mañana. Se prudente, ya sabes de lo que son capaces. Si necesitas ayuda, haz la señal. Por favor, haz como que no me conoces. Si te preguntan, no sabes quién soy.

Otra vez, se acercó a un lechuguino con cara de informático pajero y le susurró al oído:

- Ella se ha enterado de lo que sientes y quiere hablarte a solas. Ya sabes de quién te hablo. Sí, ella. Esta noche te espera a las 12 en el número nueve de la calle del Jazmín de Caravanchel Alto. No puedes faltar. No dejes que el amor paso de largo por tu puerta.

Y se desvanecía. Por lo general el resultado de sus experiencias era satisfactorio y conseguía mosquear al personal. Pero una vez cometió un error, que le llevó a la perdición. Se acercó a un anciano de gabardina que salía de la novena de San Blas en la iglesia y le dijo:

- Oiga, no se altere, pero se de buena tinta que ha llegado el juicio final.
- ¿De veras? – Le respondió el anciano – Pues yo tenía pensado esperar unos añitos más... Pero sea.

Y en ese momento se abrió la tierra y se tragó al capullo de Martín. Hoy pica piedra en el fondo del infierno, junto a Lenin, Hitler y Chikilicuatre. Decidme si no tengo razón para llamar tipejo a un tipo que precipitó la llegada del juicio final.

Qué mundo este.

Un lunes cualquiera


Como todos los lunes, Antolín Guijarro Muñidor se ha levantado a las cinco de la mañana y ha ido a ordeñar las vacas. Hoy es un lunes como otro cualquiera, y no ha habido ninguna novedad reseñable en el proceso. Quizá hoy Antolín ha acariciado con mayor entusiasmo las ubres de Perezosa, pero eso no tiene mayor relevancia. Antolín está un poco falto de cariño, eso es todo.

Cuando el alba dorada extendió generosa sus fogosas hebras de oro sobre el prado, Antolín tomó la guadaña y fue a segar el heno. Como todos los lunes, al finalizar su tarea, se hizo una gran paja sobre la hierba apilada. Desgraciadamente no controló bien sus impulsos y, en medio de los espasmos propios del proceso, se segó el miembro viril de un tajo (escroto y huevos inclusos). Mientras se desangraba sobre el heno, Antolín gemía:

"Vaya hombre, y ahora como le explico esto a Berta".

*          *          *

A las siete de la mañana Nicanor Valdillas Pesebre levantó la verja de su tienda con un gran bostezo, como un lunes cualquiera. Se desperezó en plena calle como un oso y a duras penas se recolocó la clavícula, que se le había descoyuntado. Sacó su manojo de llaves y al abrir la puerta de su churrería se encontró con una banda de mafiosos malteses en el interior, que intentaban robarle la maquinaria.

Nicanor era un hombre de sangre fría. Conocía la crueldad de los contrabandistas malteses y sabía que no se detendrían ante nada. Así que hizo como si los bandidos no estuviesen ahí. Se acercó al mostrador tatareando el tema central de una conocida opereta cómica, se puso el delantal y el gorro de maestro churrero y comenzó a añadir harina a la masa de los churros. "Voy a hacer unas porritas de toma pan y moja" – dijo aparentando seguridad. Los malteses – un grupo de cinco o seis sucios y greñudos latinos – entraron al trapo al principio, y fingieron ser técnicos de Fagor que se llevaban las máquinas para repararlas. Sin embargo, cuando Nicanor cogió las tijeras para cortar la masa, el jefe de los maleantes echó la mano a su recortada y a su señal los ladrones acribillaron a balazos a Nicanor.

En medio del charco que formaba su propia sangre, Nicanor agonizaba.

"Qué contrariedad; y ahora ¿cómo le explico esto a Berta?"

*          *          *

El relato de estos sucesos debe llevarnos a reflexionar sobre el peligro que encierra minusvalorar los riesgos de los lunes, como si fueran un día cualquiera. De acuerdo con el 67 % de los expertos almanaquistas consultados para este cuento, los lunes no pueden ser considerados, en rigor, un día cualquiera. De hecho, según afirman fuentes del todo solventes, en cinco de cada ocho lunes Berta pierde un amante en un trágico accidente. Tan es así que Berta está considerando seriamente tomar los hábitos.

Y eso si que será trágico.

Aspereza

Numerio Negidio deshizo entre los dientes la postilla que se acababa de despegar del codo, y no la encontró tan sabrosa como en otras ocasiones. Lanzó un suspiro de resignación y sacó la cabeza del agujero otra vez. Había dejado de llover y la humareda de la noche se había desvanecido, pero el aire se había quedado húmedo y un viento helado le ardía en el rostro. Miró a un lado, miró a otro. Nada se movía sobre el lodo.

Notó que tenía la pierna entumecida. Trató de sacarla del charco y comenzó a golpearla con el puño. Cuando el dolor se hizo insoportable detuvo la mano.

"Vaya, voy a perder esta también".

Volvió a sacar la cabeza del agujero y a lo lejos sonó el graznido de un cuervo. La presencia de algo vivo, aunque lejano, le hizo sonreir. La mueca le provocó un ataque violento de tos que le sacudía todo el cuerpo. Cuando se calmaron los espasmos, logró escupir algo de la sangre que se le acumulaba en el estómago. Se mantuvo inmóvil durante horas, temeroso de otro ataque de epilépsia como el de los días anteriores.

Alguien comenzó a quejarse débilmente desde otro agujero. No parecía muy distante. No podía ser. No había visto ni sentido movimiento desde el bombardeo de hace tres noches. Venció su miedo y finalmente se atrevió a a sacar la cabeza del agujero por segunda vez, primero sólo los ojos, luego hasta la cintura.

Y entonces reparó en el tirador a lo lejos, semienterrado, tras un arbusto. Primero vió el fogonazo y al cabo de un segundo escuchó el disparo y sintió el impacto en la zona del bazo. Se dejó caer de espaldas en el fondo encharcado del agujero. Y sonreía.

"Bendito sea Dios - se dijo - no estoy sólo".

jueves, 23 de mayo de 2013

Fantasía místico-filosófica

El místico puede plantearse el dilema del peligro de la libertad.

Supongamos un hijo pródigo que, después de mucho pecar (y por tanto conocer mucho), regresa a la fe. Vuelve hambriento de bondad de Dios, tras años de deambular perdido en la oscuridad. Ha intentado desesperadamente ser feliz y las satisfacciones pasajeras que ha podido obtener han dado forma a un vacío existencial mayor, insoportable Vuelve de la desesperanza de la nada al abrazo luminoso del amor de Dios.

Esta alma recuperada, antigua oveja descarriada, deambuló libremente en la oscuridad. Hizo amplio uso de su libertad. Sin embargo, durante mucho tiempo fue infeliz.

Sin quererlo, al actuar libremente, sin guía, sus vicios le fueron degenerando, envileciendo poco a poco el corazón: se hizo adicto de la satisfacción sexual, fue un pequeño egoísta, perezoso, infantilmente caprichoso, descuidó el intelecto, desarrolló un carácter burdo y vulgar, se apegó a manías ridículas... Una costra de vileza endureció su corazón.

Por un milagro, cuando ya sólo sentía desazón, vio la luz y logró salir de las tinieblas en un nuevo parto feliz. Esa costra de la vileza se quebró y el calor de la bondad de Dios penetró en él de nuevo llenándolo de luz como el día vence a la oscuridad de la noche.

Reconfortado, el antiguó pecador piensa ahora si mereció la pena ser tan libre, no tener ningún freno.

Es difícil argumentar la necesidad de embridarse, de limitar la libertad. Por otro lado, hay tanto riesgo en una libertad desbocada... Ese es el dilema de nuestro místico, quizá un dilema un poco maniqueo.

Tal vez fuera inevitable. Además, sólo se aprecia verdaderamente el valor de la luz cuando se ha caminado entre tinieblas.

Qué solos estamos, los pecadores, sin guía. Libres y tristes.

sábado, 13 de abril de 2013

Randonne por el bosque de Fontainebleau

Perdido por los caminos del bosque paseo entre arboles desnudos. Doy con un inesperado manto de flores blancas oculto en la espesura.

Trato de pensar un plan. A lo grande. Un gran golpe de timón. Estos paseos solitarios comienzan a hastiarme. Acción. Acción!

Pero para la acción se necesita un motivo.

Dónde encontrar uno?

Comienza a chispear.

lunes, 8 de abril de 2013

Mensaje desde la gran muralla (no el restaurtante, la de verdad)



Querido amigo,
Voy a comenzar la segunda cerveza en una hermosa almena derruida en la gran muralla. Aprovecharé para fumarme un purito. He comprado la cerveza a un anciano campesino mongol de 75 años.
Ah, la soledad... Pienso que ya no me pesa. Soy definitivamente un solitario sin remisión, y debo gozar de la contemplación que la soledad proporciona sin remordimiento.
De paseo por la muralla china, la Gran Muralla... Quién le iba a decir a ese chaval soñador de la habitación junto a la leñera que algún día pasearía por este lugar único? Y dónde están aquellos sueños?
Sigue escribiendo, muchacho soñador.
Un abrazo desde la muralla china

miércoles, 2 de enero de 2013

Montoncitos


Hace poco descubrí en mi casa un fenómeno singular. Aquí y allá, como champiñones, han brotado montoncitos de cosas.

En realidad llevan mucho tiempo conmigo, pero jamás había reparado en ellos. Son acumulaciones más o menos ordenadas de objetos diversos. Tienden a ser piramidales, y conceden a mi casa una apariencia de orden bastante convincente. Gracias a ellos los visitantes me consideran un hombre ordenado e incluso llegué a ser tachado de obseso del orden por una mujer con la que compartí lecho durante una temporada.

La acusación de esta gentil dama, aunque leve, me confirma dos ideas. La primera, que a veces los juicios ajenos sobre nuestra persona retratan más a quien los emite que a nosotros mismos. Sin ser caótica, era desordenada para los estándares femeninos: dejaba la ropa en el suelo, las botellas de leche abiertas y me lanzaba burlas crueles cuando me veía doblar un jersey.

La segunda idea: no hay que hacer mucho caso de lo que piensan los demás sobre nosotros, porque a menudo se equivocan. El diagnóstico de aquella hermosa desordenada era gravemente erróneo: estos articulados montoncitos de cosas, lejos de ser muestras de orden, son tremendos monumentos al desorden. No reflejan un desorden formal; los montoncitos materializan un caos vital mucho más hondo y grave.

Esta idea se entenderá mejor si describo alguna de estas peculiares formaciones de geología casera.

Por ejemplo: deseoso de elevar mi alma con las imágenes e ideas de almas mejores que la mía, al calor de las últimas luces del verano concebí el propósito de cursar un máster de literatura por la UNED. Era una buena idea. Pagué, visité a profesores y funcionarios, adquirí el material pertinente y me sentí colmado durante unas semanas. En octubre logré abrir uno de esos costosísimos tomos, e incluso subrayé a conciencia varias páginas de la introducción. El resto de volúmenes jamás han sido abiertos y todavía huelen a imprenta; se mantienen intocados como vírgenes de papel. Hoy todos ellos se apilan inertes en un rincón de mi mesa de trabajo. Eso sí, ordenados por tamaño. Este es un primer montoncito.

En verano me juramenté revisar unos cuentos de mocedad para una eventual publicación. Haciendo un esfuerzo hercúleo conseguí clasificarlos a principios de septiembre. Fue una labor agotadora: hoy los legajos se amontonan perfectamente clasificados y sin una sola tachadura en el otro extremo de mi escritorio. Es otro montoncito. Quizá esos cuentos deban permanecer así para siempre.

Junto al escritorio, en la estantería, duermen un sueño ininterrumpido un inmenso bloc de dibujo, un neceser de Iberia con lápices, gomas, gamuzas y carboncillos, un plumín con seis puntas de grosor diverso y dos botes de tinta. Compré el bloc a finales del siglo pasado. De sus cien páginas, habré utilizado cinco o seis, no recuerdo cuándo. Una capa finísima de polvillo uniforme, casi imperceptible, da al conjunto unidad y solemnidad de túmulo.

Los montones se atreven incluso a invadir la intimidad de mi alcoba. Junto a mi cama, desbordando la mesilla de noche, se apila un pandemónium de libros. Novela, poesía, teatro. En español, inglés y francés. De cada libro emergen, como boyas que marcan el punto donde dejé anclada la navegación de la lectura, marcapáginas de variado pelaje: un billete de tren al aeropuerto de Bruselas, un naipe de baraja española, un número de teléfono ignoto en un pedazo de papel… Muchas noches me ha sorprendido el sueño tratando de escoger lectura para la noche.

Es interesante observar el proceso de formación de los montoncitos: estas piras multiformes surgen de un modo original. Por lo general nacen de un impulso noble, un propósito decidido de comenzar una nueva actividad, una nueva lectura, un quehacer novedoso que, de una vez por todas, valga la pena. Ese es el comienzo, la base. Al poco de tomar la prometedora decisión, llegan los titubeos, las perecillas, los posponeres. Uno desea hacer grandes cosas, sí, pero enseguida se ve sobrepasado por una turbamulta de pequeñeces insidiosas que terminan por desinflar el ánimo inicial. El propósito noble original queda maniatado por minúsculas servidumbres, como Gulliver en las playas de Liliput. Se sienta uno a estudiar con detalle el catálogo de las naves de la Ilíada (canto segundo), por ejemplo, y de pronto se encuentra rodeado por un enjambre de moscas veraniegas en el bullicio de un chiringuito de playa. Y no es plan.

Entonces el montón de cosas comienza a crecer, imparable, a medida que el vigor de la acometida inicial pierde fuelle. La base (ese libro, documento o cuaderno) degenera y se convierte en un objeto estático sobre el que, sin percibirlo, como capas de sedimentos diversos, se van superponiendo un galimatías de cosas diversas (más papeles, más documentos, más cuadernos). Esos añadidos, al poco de aparecer, participan de la inmovilidad de la base y la sepultan. Cada vez se hace más difícil acceder al origen irresuelto del montón. Así el montón crece inexorable y, como un virus, como una plaga, necesita expandirse e invadir un espacio mayor.

De este modo los fracasos se petrifican por las esquinas de mi casa. A veces paseo la vista confuso por esas colecciones de ruinas, esas estampas de derrotas, y me digo: ¡pues desmóntalos, caray! Qué apropiado, desmontar un montón. Acabar por lo sano con esa nociva acumulación de elementos inútiles.

Pero no puede ser: no sólo es una tarea de titanes, sino que además cada montón debe permanecer donde está. Eliminar uno de ellos equivaldría a reconocer un fracaso. El vacío que dejaría el montón sería más lacerante que la presencia del mismo. Mientras el montón persista en la mesa, en la estantería, en la mesilla de noche, queda la esperanza de que el soplido poderoso de un nuevo accidente de audacia reviva los rescoldos de la decisión primigenia. De pronto, la pulsión de la novedad podría latir de nuevo en el rincón aquél del montoncito. Aunque sólo sea por unos instantes. En otras palabras, un montón de objetos inútiles es una puerta que puede abrirse a un mundo mejor. Posiblemente jamás cruce esa puerta, pero necesito saber que está ahí, qué existe como posibilidad.

No se me escapa que esos montoncillos de apariencia engañosamente inocente me acusan gravemente con su silencio. Puedo tratar de ignorarlos por un tiempo, pero ellos son más constantes que yo: siempre están ahí, señalándome con el dedo. Me dicen: eres blando, inconstante, débil. Dentro de mí, un super-yo se rebela: esto debe acabar.

He concebido una idea radical y elevada: voy a coger todos esos montones, los apilaré furiosamente en el patio y les prenderé fuego. Sacrificaré para siempre esta tendencia enfermiza mía a convivir con mis fracasos en una colosal pira de fuego purificador que se elevará alto en el cielo de París.

Ya he puesto los medios para que dé comienzo una nueva era. Por lo pronto ya he dejado las cerillas en un hueco libre de la mesa. He inaugurado un nuevo montoncito prometedor…